Placebo, de José María Brindisi
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Casi cualquier novela con un comienzo promisorio como el de Placebo, cuarto libro de José María Brindisi, tendería a licuarse con las páginas, a no corresponder a las expectativas generadas. Simplemente porque corresponder a las expectativas equivaldría a cumplir un absurdo en la literatura argentina: inscribir el relato en la familia de nouvelles magistrales. Porque pese que a la nouvelle es, por excelencia, el género magistral, parece haber en la brevedad una extenuación contradictoria, como si la poca extensión no hiciera más que propiciar esa falta de rigor que tanto escandaliza a los cuentistas ortodoxos. Brindisi: “Traté es de sacarle el jugo a ese formato. Creo que una nouvelle juega con la posibilidad de ser leída de una sentada o dos. Pero esa posibilidad, como escritores, tenemos que ganárnosla. Y de allí deriva, en buena medida, la intensidad con que se lea. Es algo que respecto del cine, por ejemplo, tenemos clarísimo, pero en literatura apenas lo tenemos en cuenta. Un cuento o una novela corta están emparentados con lo cinematográfico, también, porque permiten una unidad de efecto similar”.
En la primera página de Placebo, un recuerdo, una de las tantas imágenes insoladas que retornarán cada vez que en la narración se ponga en juego la muerte inminente de un amigo muy querido: dos mujeres deslumbrantes sobre un Lamborghini. Luego, la instantánea de un caballo blanco pudriéndose al sol, un extraño ángel caído. Un viaje, los lazos cómplices de una juventud ida. Todos elementos inconexos o contingentes que la prosa omnívora de Brindisi reúne y repuja sobre la vida del protagonista, Becerra. Cincuentón, largamente casado y con una amante que le da volumen a su presente monocorde, Becerra oscila entre espejismos culpógenos: visita a la madre en un geriátrico, a su amigo consumido en una clínica, y a esa amante perfecta que nunca llegará a ser su mujer pero que sostiene su pathos, aunque la verdadera golosina subjetiva de nuestro héroe resida en el recuerdo y se manifieste, a ramalazos, bajo la forma siniestra de la nostalgia, cuando vuelve la imagen del caballo blanco pudriéndose al sol. “Encontré la novela cuando tuve la primera imagen, la de las mujeres: ahí estaba el tono. Y el caballo era para mí el espíritu, un símbolo: lo que todo el tiempo le han robado a Becerra… El desafío más interesante desde mi perspectiva era ver cómo me alejaba progresivamente de ese hombre que, reducido a unos pocos trazos, podía verse –como suele suceder– como un conglomerado de lugares comunes. Busqué que Becerra no fuera un laburante oscuro, abrumado, que desprecia a su mujer, tiene una amante, cuida su autazo, etcétera: quise que Becerra fuera Becerra, y no alguien a quien pudiésemos reducir o estigmatizar con un par de pinceladas.”
Brindisi decidió atacar –inventar– una vida en su momento de inflexión, y por eso lo narrado en Placebo tiene, en el fondo, la potencia de un mito contemporáneo. La apuesta es de lo más arriesgada. Hay mitos en torno a vidas partidas que desembocan en la alegoría o en el costumbrismo. Brindisi, a través de un narrador distanciado pero con ojo clínico y poético, escapa de todos los lugares comunes del realismo para que su protagonista, con su auto, sus recuerdos sinceros, su bienestar burgués, el amigo al borde de la muerte, un matrimonio en estado vegetativo y una amante incomparable, sea parte agobiante de nuestro mundo y se dirija hacia lo que el ojo dorado del lector secretamente entrevé: la tragedia. “Era imprescindible que Becerra no fuera despreciable, porque de otro modo iba a ser difícil que empatizáramos con él. Becerra tenía que ser para mí alguien digno de compasión, y también alguien que se esfuerza y descubre que su horizonte está demasiado cerca. Para nada un mal tipo, y sí alguien mezquino, por ejemplo, como a menudo lo somos casi todos. Un tipo noble y sombrío a la vez, pero sobre todo, en este momento tan particular, estos pocos días en que le seguimos los pasos, alguien profundamente confundido.”
Becerra no sabe en qué momento su vida cambió de rumbo, pero en el camino hubo duelos, fracaso en la escritura, y un éxito profesional que a esa altura le ha permitido emparejarse con la encarnación de una gran máquina humanizada por el dinero: un Audi último modelo. Dice Brindisi: “Indudablemente para él el auto es un refugio. Ocurre que hay que pensar –la novela sólo nos deja imaginarlo– lo que puede haber sido para él hasta ahora, y lo que es durante esa suerte de alucinación continua. Antes, quizá: un refugio como el lugar privilegiado para recuperar cosas y dialogar consigo mismo. Ahora, es decir en la novela: el único lugar seguro”. Allí, en su Audi, es donde verdaderamente Becerra recuerda. Donde hace tiempo. Donde vive. Donde anhela. Donde calibra sus apuestas y juega con el último deseo del amigo. Ese último deseo, una carta que espera ser revelada durante toda la novela, funciona como un inteligente anzuelo. Lo mismo podría decirse del uso del presente y de la ausencia de puntos y aparte, clave para que los distintos planos afectivos y temporales se articulen en algo que raramente se da con una intensidad verosímil en la literatura de hoy: el drama. Un tipo de narración en la que el narrador se salpica, acompaña las pequeñas miserias y los goces estrictos del personaje, sin sobrarlo. Casi a cualquier otro escritor, con todos estos elementos y toda esta intensidad, la novela se le habría ido de las manos. Que el resultado sea un mito contemporáneo como Placebo es, en verdad, un milagro.
Oliverio Coelho
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